Erase una vez...
Hace muchos años, en un recóndito lugar de un país alejado, vivía una bruja horriblemente fea. Sus ojos eran dos rendijas brillantes, su ganchuda nariz se veía adornada por una enorme verruga negra, su boca desdentada y pestilente y de su garganta salían ranas y sapos cuando hablaba. Era tal su lamento, que tenía aterrorizado al país.
Era calva, excepto por un mechón de pelo que coronaba su cabeza, negro como la noche y brillante como el ébano.
La bruja se llamaba Sara y hubo un tiempo en el que fue hermosa.
El país en el que vivía desde niña, estaba reinado por un clan de brujas que gobernaban con leyes muy estrictas.
Escogían a sus novicias de pueblos o ciudades remotas y en sus escobas las llevaban a su país, de donde no volvían a salir.
La elección de las novicias era difícil, debían elegir a la más bella entre las vírgenes del lugar y raptarla en la oscuridad de la noche.
La captura de Sara, fue en una noche estrellada, cuando ella, aún niña, en el balcón de su casa observaba el firmamento, prendada por el aroma de las rosas que su padre había plantado para ella y que la rodeaban.
Un fuerte hechizo, hizo que Sara, sin saber cómo, despertase al día siguiente en el país de la brujas, desconcertada y sin saber siquiera quién era, ni recordar nada de su pasado.
Con el tiempo, fue iniciada en las artes de la brujería. Siempre fue una alumna brillante, aplicada y perseverante. Acataba las leyes y respetaba a sus superioras.
Cuando creció, se convirtió en una bella y hermosa mujer. Sus cabellos eran como el azabache, su piel blanca inmaculada y sus ojos negros, brillantes y profundos. Capaces de enloquecer al más fuerte de los hombres.
La voz melodiosa de la brujita era el más potente hechizo jamás superado.
Un día Sara, fue la encargada de preparar el hechizo para la iniciación de otra novicia recién raptada. Tenía que recoger las hierbas y las demás cosas necesarias para el hechizo.
Iba haciendo el recuento en voz alta y parándose a oler las flores silvestres que bordeaban el camino...
- Una raíz de mandrágora, dos plumas de ave del paraíso... la cola de una salamandra, unas ramitas de tomillo, unas gotitas de sangre de dragón...
Se dio cuenta de repente de que se había alejado mucho de las murallas de su ciudad y se estaba haciendo tarde, pero le faltaban ingredientes y decidió seguir adelante unos minutos; volvería corriendo, se había olvidado su escoba y eso haría más lento el regreso. Pero no podía llegar tarde, ya que si cerraban las puertas y ella no estaba de regreso, sería severamente castigada por la reina bruja por incumplir ciertas leyes y eso atraería la desgracia sobre ella.
Apresuró el paso y llegó al borde de una cascada. El agua caía desde gran altura, rompiendo sobre las rocas de la base del lago y corriendo saltarina entre ellas. Era tal la transparencia de las aguas y tal el acaloramiento de Sara por el paseo, que decidió darse un baño.
Se desnudó presurosa, deslizando hasta el suelo el amplio manto que la cubría, dejando al descubierto un cuerpo hermoso, de pechos henchidos y oscuros pezones y un liso vientre virginal que acababa en unas largas y hermosas piernas bien formadas.
No sentía pudor de su desnudez y bailó alrededor del agua, sintiéndose feliz, entonando un cántico que traspasó el lago y llegó a oídos de un hombre que paseaba a caballo .
Hechizado por el mágico cántico, el hombre se fue acercando al lago, atraído irremediablemente por aquella voz que rompía la quietud y el silencio del bosque... porque hasta los pájaros cesaron en sus trinos, ante aquella maravilla.
Sara no se dio cuenta de que estaba siendo observada cuando cesó su canto y saltó al agua.
De repente, su intuición de bruja le dijo que estaba siendo observada y giró rápidamente la cabeza, casi dándose de narices con el joven que desde su caballo y en la orilla la miraba casi en trance.
Ella no había visto nunca un hombre, ni tan siquiera sabía que existieran y las leyes no permitían que las brujas se relacionasen con nadie extraño a ellas. La ley era muy clara. La pena, la muerte o el exilio.
Observó atentamente al hombre, mientras en su boca se formaba sin querer una sonrisa, al ver la cara con la que él la observaba.
Era un hombre joven, alto, apuesto, varonil, de profunda y seria mirada, cejas marcadas y una hermosa cabellera oscura. Se sintió irremediablemente atraída por él y con voz cantarina le invitó a entrar en el agua.
Él sin despertar totalmente de su ensueño se despojó de sus ropas y entró lentamente en el agua, hipnotizado por la mirada de la bruja que le sonreía traviesa y juguetona. No había maldad en las intenciones de Sara, sólo curiosidad por observar de cerca un cuerpo diferente al suyo.
Cuando él se hubo acercado a ella lo suficiente, Sara, alargó la mano y suavemente acarició el vello que cubría el pecho del caballero y siguió explorando lentamente su cuerpo. Rozó con sus dedos su barba, palpó sus carnosos labios y se enredó en sus cabellos morenos.
Las manos de él fueron inevitablemente hacia el cuerpo de ella que no le rechazó, extasiada por el juego y excitada por el contacto de las manos del hombre que recorrían temblorosas y exigentes ya, sus formas.
Él la atrajo lentamente hacía su cuerpo, pudiendo sentir los dos la tibieza de su abrazo y la dureza del miembro de él cuando se acercó a su sexo y sin darse cuenta, se dejaron llevar por la locura del momento, fundiéndose en un profundo e intenso éxtasis.
El dejó oír su voz varonil y profunda: - ¿Quién eres... dónde vives? No te había visto nunca.
Ella le respondió casi en un susurro: -Soy Sara... y quedó callada, pensativa, estaba sintiendo como sus hermanas brujas la reclamaban: - Me tengo que ir, susurró bajando los ojos.
El joven la agarró fuertemente las manos y le dijo: - Prométeme que mañana volverás.
Sara, se soltó rápidamente y le contestó ya fuera del agua y vistiéndose. - Te prometo que mañana volveré.
- Te estaré esperando, te esperaré siempre; le contestó él.
La bruja le sonrió con picardía y desapareció rauda entre la espesura.
Pero Sara no volvió. Fue castigada al destierro y transformada en un espanto del que huían hasta los animales. Era el castigo que marcaba la ley.
Él se quedó esperando de por vida, acudía a diario a la orilla del lago, a buscar a Sara.
Esperó en vano, pasaron los días, los meses, los años... y él seguiría esperando hasta el último día de su vida.
Todos esos años, Sara estuvo escondida entre los matorrales y le miraba llorando desconsolada ya que si él la veía convertida en aquel horror huiría despavorido y no volvería a verle más. Quería morir, pero la maldición se lo impedía, no moriría jamás.
El murió un día en el lago, viejo y cansado y Sara cogió su cuerpo y le dio sepultura debajo de un castaño.
Dicen, cuentan... que una sombra ronda y gime cada noche, perdida en aquellos lares y se le oye decir: - Sara, mi dulce Sara... prometiste volver. Y que Sara se pronuncia en alaridos de locura contestándole: - Sí amor mío... y volví.
Y colorín colorado... quién sabe si un día esas dos almas se encontraron...