Este relato lo ha escrito mi marido, el no tiene un blog donde plasmarmo asi que me ha pedido que lo publique en el mío.

El sonido de la máquina, ese beep incesante y monótono era el único sonido que rompía el silencio de la habitación. El ruido de la respiración asistida se había convertido en parte de ese pequeño rincón del mundo. Por eso, ya ni lo oía, era parte de un todo. Estaba cansado y delante de su cama, recordaba los días de compañía, rememoraba una y otra vez su mirada de manera obstinada, casi enfermiza. Me parecían lejanos, perdidos como algún capitulo en un libro de miles de páginas.
La seguía mirando y allí estaba, ajena al mundo, perdida en ese inmenso océano de olvido que se supone es estar en coma. Hacía unas horas que había vuelto a construir sus recuerdos, mis recuerdos… los nuestros. Pero la inmensa alegría que me producía ver su sonrisa se tornaba en dolor al saber que ese mundo era como un castillo de arena que desaparece cuando se lo traga el mar.
Durante mucho tiempo había seguido con ese juego, construyendo un mundo de papel. Me valía su sonrisa, el suave tacto de su piel, pero ¿de que me valía? Cuando el contador volvía a cero me estrellaba de nuevo contra un muro, contra las cuatro paredes de esta habitación.
Me levanté y volví a colocar la flor. Ésta se inclinaba burlona, como sabedora de la verdad que me esperaba.
Al sentarme de nuevo, me sentí cansado, con un cansancio infinito. No un cansancio físico si no mental. Como el condenado a muerte que sabe que su tiempo se ha acabado. Unas lágrimas brotaron de mis ojos y al caer hicieron un ruido seco y mordaz. La máquina cambió su beep discontinuo a un pitido constante y agudo, una línea continua y azul asomó en la pantalla. Se abrió la puerta y una mano extraña se apoyó en mi hombro, su voz me lo dijo todo:“Quizás sea mejor así”