
Hola, mi nombre es robot, porque soy un robot; bueno soy un robot hembra, y me hago llamar Robotina.
Me encanta ser robot y sobre todo llevar falditas pegadas a mi cuerpo; aunque a veces se queden atascadas entre las ranuras de mis piernas. No tengo por qué recordarlo pero nosotras somos mejores que los varones, tanto que aunque llevo gafas he aprendido a dar cada paso con la vista, y hasta escuchar los chismes de mis vecinos con sólo mirarlos.
A nosotras, las niñas robots, no pueden calificarnos de anómalas porque sobrecarguemos la función ocular. Soy tan corriente como cualquier perro, hombre o similares. De hecho tengo unas orejas enormes color café heredadas de mi padre que de vez en cuando se enrojecen cuando me excedo en escuchar a los demás.
Nací hace casi 29 años como una ciudadana común, pero fue con el “boom” musical y tecnológico que me convertí en robot. En síntesis llevo 10 años sin poder menear mi cuerpo serrano como las otras.
Después de los 15 ya tenía destacados mis dotes de hembra española y antes de los 19 ya había engordado. La gente cree que las robots no tuvimos un pasado oscuro, con la sombra de los carbohidratos aplaudiéndonos en la cocina. Pero hoy soy distinta, ya perdí el apetito por la comida chatarra (y no porque seamos familia). Sin embargo, de lo que aún no me he librado es de la alergia y de picar entre horas.
No entiendo cómo caí en las redes de la robótica y por qué camino por la calle al ritmo en que veo a los demás andar. Lo cierto es que mis audífonos me mantienen alejada del mundo…soy silente.
Eso sí, mis audífonos no son los culpables de mis extraños gustos musicales. Y es que lejos del reguerón, que como dice mi profe Milagros Socorro “me mueve hasta el cabello”; mi móvil lleva la tranquilizante melodía de Sabina, Serrat, Perales y mi hombre de carne y hueso, Eros Ramazzotti.
Ayer me percaté que soy feliz viviendo bajo esta armadura; pues no sufro de estrés, tristeza y depresión, las tres marías que se pasean en tantas portadas de revistas y que sumada a la inseguridad tienen a la humanidad más perdida que nunca.
Y es que en la tarde de ayer, aproximadamente a las dos, cuando casi cerraban el banco fui a depositar los cobres de la renta. Ahí estaba yo, con mi imaginación en Eros, mis metales en la fila y mi mirada en la trágica historia de divorcio que vivía la amiga de mi antecesora en el turno bancario.
No pasó mucho tiempo cuando todo el mundo se alborotó. Los robots y ellos. La cajera entró en pánico, como anti-protagonista de portada de “Cuerpo y mente sana”. Un ladrón la agarró, la apuntó, le quitó el dinero que aún no estaba en la caja fuerte y se fue; así, como si nada.
Gracias a Dios que soy robot y que tomé la actitud del malhechor de lo contrario sería vecina de camilla en el hospital donde hoy está la cajera con un ataque de nervios.
Aunque todo no es tan positivo en este escondite metálico que me arropa. La realidad, es que quiero visitar ese hospital. Hace algún tiempo me enamoré de un traumatólogo y no se como romperme una pierna…
Más robots en casa de Gus